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La soja (Glycine max) es una especie de la familia de las leguminosas. El grano de soja y sus subproductos (aceite y harina de soja) se utilizan en la alimentación humana, del ganado y aves. Basados en la publicación de Carlos Reboratti, te contamos cómo éste cultivo dejó la marginalidad para convertirse en el cultivo agrícola más representativo del país.
La Historia

Las primeras plantaciones de soja en Argentina se hicieron en 1862, pero no encontraron eco en los productores agrícolas de aquellos años.

En 1925, el ministro de Agricultura Tomás Le Breton, introdujo nuevas semillas de soja desde Europa y trató de difundir su cultivo, conocido en esa época entre los agrónomos del Ministerio como “arveja peluda” o “soja híspida”.

Hacia 1956 en Argentina no se conocían aún los aspectos básicos de la soja como cultivo. Los fracasos en la implantación hicieron que fuese considerada para esa época como cultivo “tabú”.

La primera vez que Argentina exportó soja fue el 5 de julio de 1962, a través del buque “Alabama”, que partió en esa fecha llevando en su interior 6.000 toneladas con destino a Hamburgo, Alemania Occidental.

Hasta fines de los 80 la producción agropecuaria argentina (y sobre todo la que se desarrollaba en la región pampeana) estaba basada en los cultivos clásicos (maíz, trigo, girasol) y la producción de carne vacuna.

Si bien hubo a lo largo del siglo avances de tipo tecnológico, estos se concentraron siempre más en las tareas que en los rendimientos: por ejemplo, la cosecha se había mecanizado, pero casi no se utilizaban fertilizantes; se había introducido el uso de alambrados eléctricos y molinos para manejar la hacienda, pero buena parte todavía pastaba en campos naturales.

Sin embargo, el uso mesurado de los recursos y una cierta alternancia entre diferentes cultivos y la ganadería había preservado en buena medida la calidad de los suelos.

Fue justamente la aparición de trigos de origen mexicano, de ciclo más corto que los tradicionales, lo que permitió pensar en una utilización más intensiva del suelo, a través de la introducción de dos cosechas anuales, una de invierno y la otra de verano. ×

La soja parecía como la más adecuada para cumplir el segundo rol, un cultivo que se podría sembrar en los campos donde recién se había cosechado trigo, pero que requería el uso de fertilizantes en suelos que estaban ya en su límite agronómico de productividad natural y que, además, casi no tenían descanso a lo largo del año.

La internacionalización de la agricultura masiva de los 90 vino de la mano de un nuevo impulso en las modificaciones de los productos agrícolas, en este caso por la adopción de técnicas de la llamada “ingeniería genética” que introducían en los cultivos experimentados una serie de rasgos que se consideraban positivos para una mayor eficiencia productiva de los mismos: rechazo a plagas, mayor vigor para soportar herbicidas, mejoras en la calidad alimenticia, entre otros.
fumigación campo de soja

Entre esos experimentos se encontraba la producción de semillas para la llamada “soja RR”, resistente al glifosato, un herbicida de amplio espectro, de bajo precio en el mercado y que hasta el momento no se podría utilizar en la soja por carecer de resistencia al producto.

La ventaja para el productor era que reducía el costo de uso de herbicidas y además exigía solo una fumigación, lo que también disminuía el costo total.

Una de las características más notables de la expansión sojera es que generó en los productores agrícolas una nueva capacidad de adopción de tecnología en un medio que hasta el momento había mostrado una actitud relativamente conservadora al respecto.

En paralelo a la utilización de la semilla genéticamente modificada, otra tecnología se extendió por el área sojera: la labranza cero con siembra directa.

Esta era una tecnología originariamente norteamericana que ya se conocía en el país desde la década de los 80, pero que recién con la soja se popularizó. Se trata simplemente de sembrar la semilla directamente sobre los restos de la cosecha anterior, sin dar vuelta la tierra ni removerla.

Esto por una parte reduce el impacto de la erosión hídrica y eólica en el suelo, que permanece cubierto todo el año, no limita la reproducción de la microfauna y retiene en el suelo la humedad por mayor tiempo.

Como contracara, dado que no se eliminan los residuos de otras cosechas, esto genera una mayor presencia de malezas y pestes, las que a su vez son combatidas mediante la aplicación de mayor cantidad de agroquímicos.